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Opinión de los jóvenes, por parte de un joven
Falta humildad y sobra prepotencia en la juventud
David Rey Roinssard
10/18/20256 min leer


La manera en que los jóvenes encaminan su vida y su futuro profesional hoy en día está profundamente marcada por un entorno líquido, inestable y fragmentado. La pedagogía contemporánea entiende este proceso como un camino abierto, flexible y en constante cambio, pero no necesariamente como un camino claro ni tranquilizador. Vivimos en la era que Zygmunt Bauman describió como “modernidad líquida”, donde nada parece durar lo suficiente como para servir de base firme: ni los trabajos, ni las relaciones, ni las instituciones, ni siquiera las certezas personales. Desde una perspectiva pedagógica, esto supone que los jóvenes construyen su proyecto vital más desde la improvisación que desde la planificación real, porque el entorno no les ofrece estructuras sólidas sobre las que apoyarse. La educación debería ser, en teoría, un espacio de acompañamiento, de reflexión y de orientación, pero la realidad es que muchas veces actúa más como un semáforo en medio de una tormenta: te indica algo, sí, pero no detiene el viento que te empuja hacia todas partes de manera aleatorizada.
Este clima líquido, inestable y frágil en el que nos movemos no se queda solo en lo abstracto de la teoría; tiene consecuencias muy concretas y visibles, sobre todo en el ámbito laboral y educativo. Una de las más evidentes es la actitud con la que muchos jóvenes afrontan su primer trabajo tras salir de la universidad. No es casualidad que hoy se vea a una generación entera que, al enfrentarse por primera vez a la realidad profesional, reacciona con una mezcla de desconcierto, resistencia a la crítica y una impaciencia brutal. Han crecido en un entorno donde casi nada exige permanencia y donde equivocarse se percibe como un fracaso irreparable, no como un paso natural del aprendizaje. Y como nunca se les ha permitido convivir con la frustración de verdad, cuando llega esa primera corrección, esa primera bronca profesional o esa primera sensación de no saber algo… se marchan. Literalmente se levantan y se van, dejando colgadas a empresas que invierten tiempo y recursos en su formación, incapaces de tolerar un entorno que no es cómodo ni complaciente.
Esto está íntimamente ligado a un cambio cultural profundo: se ha dejado de darle espacio pedagógico y social a la frustración y al fracaso. Antes, equivocarse no definía a nadie como persona: curtía. Hoy, el simple hecho de no destacar o no ser brillante genera un drama interno y externo, como si no ser el mejor fuera un pecado. Y en esa obsesión por evitar la mínima incomodidad, el sistema educativo y laboral se ha vuelto sobreprotector, casi paternalista. Se eliminan dificultades, se suavizan evaluaciones, se rebajan estándares… y al final, se crea una burbuja de éxito artificial que no tiene nada que ver con la realidad.
Un ejemplo clarísimo de esto es la inflación calificativa que se vive en el mundo académico. Hoy en día, se están regalando títulos con una facilidad pasmosa. Ya no hablo solo de aprobar con notas infladas, sino de casos en los que se otorgan doctorados con mención Doctorado Cum Laude a personas que objetivamente no cumplen el nivel que debería requerirse para semejante distinción. No porque haya una mejora real en la calidad de los estudiantes, sino porque hay miedo a frustrar, a generar conflicto, a poner límites claros. Se ha convertido en un sistema que prefiere regalar prestigio antes que asumir el coste de decir “no es suficiente”. Y eso, aunque suene cómodo, es peligrosísimo.
El resultado es un mercado laboral inundado de títulos que no garantizan competencia real. Muchos jóvenes llegan a sus primeros empleos con una imagen inflada de sí mismos y con cero tolerancia a que alguien les diga que están equivocados. Han sido formados en un sistema que les ha repetido “todo el mundo puede con todo” cuando la realidad es que no, no todo el mundo sirve para todo, y no pasa nada. Pero como nadie se ha atrevido a decirles eso a tiempo, se lo dice la vida a golpes cuando entran en una empresa. Y en vez de aprender de esa hostia constructiva, muchos simplemente huyen. Cambian de trabajo a la mínima, no toleran una jerarquía que no los adule y no soportan un entorno donde no son estrellas. Hecho que justifica en gran medida la elevada tasa de bajas por problemas mentales en España actualmente. Por ese choque de realidad derivado de la frustración.
Y esto, a largo plazo, tiene un impacto devastador. No solo hay menos profesionales realmente preparados, sino que incluso los que sí tienen capacidad técnica, muchas veces carecen de la humildad necesaria para crecer. La humildad no es una virtud decorativa, es una herramienta profesional. Es la que permite escuchar, aprender, resistir el primer año duro de cualquier trabajo y madurar en serio. Si todo el sistema —educativo, cultural y laboral— conspira para evitar que una persona se frustre, lo que se está creando no es talento: se están creando individuos frágiles, con títulos colgados en la pared pero sin columna vertebral profesional.
Antes, el fracaso era parte de la educación. Hoy, se considera una ofensa personal. Y esa mentalidad es incompatible con construir carreras duraderas, con formar especialistas competentes o con sostener proyectos colectivos. Se vive en un mundo que se ha vuelto líquido, sí, pero también terriblemente superficial. Y sin profundidad, sin capacidad de aguantar, sin humildad… nada dura más de dos años (y ya es...). Ni las empresas, ni los vínculos, ni las trayectorias, ni tan siquiera muchos matrimonios. Lo que antes era una etapa de aprendizaje, hoy es motivo de renuncia. Y eso, sinceramente, es un problema de fondo que no se arregla con más títulos, sino con una educación que vuelva a enseñar a tolerar, a aguantar y, sobre todo, a aceptar que crecer: duele.
Y aquí es donde entra mi crítica más directa: La paradoja de que este modelo líquido no me guste en absoluto. No me gusta porque la incertidumbre constante no genera libertad real, sino ansiedad y precariedad emocional. Se nos vende la idea de que tener mil opciones es maravilloso, pero en la práctica significa no poder construir nada que dure. Lo sólido se ha convertido en sospechoso y lo efímero en norma, y eso es profundamente agotador. Y no es solo una sensación mía: si de verdad a la gente le gustara esta supuesta libertad líquida, no habría en España más funcionarios que emprendedores. El dato habla por sí solo: la mayoría busca estabilidad, seguridad, previsibilidad… no aventuras empresariales llenas de vértigo. La juventud, aunque se nos quiera vender como más “libre y flexible”, en realidad anhela estructuras firmes sobre las que construir su identidad y su vida. Con seguridad, previa a la libertad.
Este caos no solo se percibe a nivel personal o laboral, sino que se cuela incluso en la tecnología que nos rodea. Antes, un puente, un edificio o un satélite estaban diseñados para durar décadas, incluso siglos. Hoy, por la lógica de la obsolescencia programada, hasta los componentes de algunos satélites artificiales se vuelven inútiles en cuestión de días o semanas. Y cuando algo que orbita la Tierra falla así de rápido, no es solo un problema técnico: es un síntoma de cómo la cultura de lo desechable ha colonizado absolutamente todo, incluso aquello que debería representar la cúspide de la planificación y la ingeniería humana. Si lo que se lanza al espacio ya no dura, ¿cómo pretendemos que un joven construya un proyecto de vida estable sobre un suelo que se desmorona cada dos por tres?
Desde la pedagogía se intenta preparar a las nuevas generaciones para moverse en esta fluidez, dotándoles de competencias como la adaptabilidad, la resiliencia o la autonomía. Pero seamos honestos: adaptarse no es lo mismo que vivir bien. No podemos romantizar la precariedad constante como si fuera una oportunidad. No lo es. Y mientras más liquidez haya, más necesidad hay de anclas: de proyectos vitales duraderos, de infraestructuras sólidas, de instituciones estables o, sin ir más lejos, de menos cambios de trabajo/vivienda/pareja. Sin eso, lo único que hacemos es educar a los jóvenes para sobrevivir, no para vivir plenamente. Y eso, francamente, es una derrota pedagógica y social enorme desde mi más humilde punto de vista.
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