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Mi mayor fracaso
Relato de una experiencia profesional vivida en Croacia, donde, con apenas 20 años, asumí la coordinación de proyectos internacionales.
David Rey Roinssard
10/21/20254 min leer


Hace unos años, tuve la oportunidad —y el peso— de vivir una experiencia profesional que me marcó profundamente. Trabajaba en Udruga za rad s mladima Breza, una organización social croata con sede en Osijek, seleccionada por concurso público para gestionar proyectos de la Comisión Europea dentro del marco del European Solidarity Corps. Su labor era extensa: desarrollo social, programas de movilidad juvenil, proyectos culturales y turísticos, y cooperación internacional en el sudeste de Europa.
Mi puesto era el de coordinador de proyectos internacionales, con la tarea de planificar, supervisar y justificar más de diez proyectos activos simultáneamente, que implicaban a más de 800 personas entre voluntarios, técnicos, formadores y representantes, colaboradores, etc.
Aunque no ocupaba un cargo de alta dirección formal dentro del organigrama de la organización, sí tenía una alta responsabilidad operativa: debía coordinar equipos, presupuestos y auditorías, redactar informes técnicos y firmar declaraciones juradas que acreditaban el cumplimiento de los Reglamentos (UE) 2018/1475y 2018/1476, relativos a la gestión de fondos del Cuerpo Europeo de Solidaridad, así como los anexos financieros exigidos por la Agencia Ejecutiva de Educación y Cultura (EACEA).
En medio de ese ritmo de trabajo, surgió una idea que me atrapó por completo. Desde hacía tiempo, Osijek me fascinaba: una ciudad fronteriza, enclavada al este de Croacia, junto al río Drava, que había sido uno de los escenarios más castigados durante la Guerra de Yugoslavia (1991–1995), sobre todo por su proximidad con Serbia. Aún hoy, las fachadas del casco viejo conservan marcas de metralla y algunos barrios periféricos siguen despoblados. Yugoslavia fue un mosaico de pueblos y religiones —croatas, serbios, bosnios, albaneses, montenegrinos— unidos bajo una bandera común hasta que el conflicto los dividió con una violencia que Europa tardó en comprender.
Ver cómo, décadas después, aún persistían las fronteras psicológicas y logísticas entre esos países me llevó a diseñar un proyecto que pretendía reconectar las regiones del interior de Croacia con la costa del Adriático, pasando por Bosnia-Herzegovina. El objetivo era tan simple como ambicioso: facilitar la movilidad interregional para que los habitantes de Osijek pudieran acceder con mayor facilidad a la costa —y, por tanto, a nuevas oportunidades laborales y turísticas— mediante la creación de rutas internacionales de autobuses y convenios con plataformas de movilidad compartida como FlixBus y BlaBlaCar.
El proyecto recibió una preasignación presupuestaria de más de 40 millones de euros, estructurada de la siguiente forma (de forma muy genérica pero sí con posibilidad de validación por la transparencia de partidas presupuestarias europeas):
10 millones destinados a la mejora de estaciones intermodales y puntos fronterizos de transporte.
8 millones para acuerdos y subvenciones a operadores de transporte y consorcios de logística.
12 millones para programas de empleo juvenil, movilidad universitaria y voluntariado transnacional.
6 millones para formación lingüística, campañas de sensibilización y encuentros interculturales.
4 millones para gestión administrativa, comunicación institucional y auditorías externas.
Todo el plan contaba con documentación técnica validada, declaraciones juradas de responsabilidad financiera(según el artículo 125 del Reglamento Financiero de la UE) y un plan de justificación contable en euros, kunas y marcos bosnios convertibles (BAM). Sin embargo, el proyecto nunca llegó a ejecutarse.
Las políticas de tránsito internacional y transporte público entre Croacia y Bosnia-Herzegovina resultaron incompatibles. Bosnia, al no ser Estado miembro de la Unión Europea, estaba sujeta a normativas aduaneras distintas, y los acuerdos bilaterales sobre movilidad de pasajeros se encontraban en fase de negociación. La ausencia de armonización con el Reglamento (CE) nº 1073/2009, relativo al acceso al mercado internacional de transporte de viajeros, impidió que la Comisión diera luz verde al plan.
En pocas palabras: el sueño se hundió entre artículos, firmas y fronteras.
Fue, sin duda, mi mayor error profesional. No por la idea —que había sido bien recibida por la comunidad local y los socios europeos—, sino por mi falta de experiencia en el terreno político y legal. No supe prever que la burocracia europea puede ser tan firme como las montañas de los Balcanes.
Cuando el proyecto se paralizó, tuve que asumir la responsabilidad completa del expediente técnico y financiero, elaborar un informe de impacto no ejecutado, y presentar una declaración jurada de cierre de actividades. Fue un proceso doloroso, pero también profundamente formativo.
De aquella experiencia aprendí que la gestión internacional de proyectos sociales no es solo una cuestión de empatía o planificación, sino también de diplomacia, derecho y paciencia institucional. Aprendí que un documento mal redactado puede tener más peso que una buena intención, y que a veces las fronteras no son solo geográficas, sino también mentales y administrativas.
Aun así, no dejé que el fracaso me hundiera. A partir del informe final, propuse a la organización que gestionaba dichos proyectos la creación de una unidad interna de análisis jurídico y riesgo político, para revisar los proyectos antes de presentarlos a convocatoria. Esa iniciativa fue aprobada y, tiempo después, permitió evitar bloqueos similares en otros programas europeos, aumentando el ahorro de tiempo, recursos y dinero un 12% más de lo que se repartió para el plan en cuestión.
Hoy, cuando pienso en Osijek, en su silencio después de la lluvia y en los trenes que aún tardan demasiado en salir, me doy cuenta de que aquel error me enseñó más que muchos éxitos. Entendí que liderar no es acertar siempre, sino saber sostener el peso de las decisiones con humildad, legalidad y responsabilidad. Y aunque aquel proyecto quedó en papel mojado y se tuviese que devolver y reasignar la partida presupuestada, para mí fue el inicio real de mi madurez profesional: el momento en que comprendí que gestionar personas, presupuestos y sueños también exige entender la historia y la ley que los rodea.
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